viernes, 24 de enero de 2014

La carne en la súper-realidad























"La 'Otra Mitad' es la palabra. 
La 'Otra Mitad' es un organismo. 
La Palabra es un organismo.”
William S. Burroughs. "El ticket que explotó"



Si quisiéramos sacrificar en el altar del aséptico ritual crítico el cuerpo y la mente contenidos en Diario de un adolescente de pelo raro no tendríamos más que servirnos de calificativos tan definitivos como “surrealista” o “vanguardista”, para acto seguido apuntillarlo con referencias a un puñado de escritores de renombre que se correspondieran a las etiquetas anteriores. Pero en este caso el que suscribe ni es un asesino a sangre fría, ni un crítico profesional, sino tan sólo un lector y, como tal, mi objetivo es intentar describir con la mayor sinceridad las múltiples y poderosas sensaciones que revelan sus páginas. El segundo poemario de Jorge Heras no puede considerarse una obra accesible, por supuesto, como tampoco lo era su opera prima, Apología de la muñeca de Bellmer. Tampoco se puede negar que su poesía participa en gran medida del espíritu surrealista, pero tal afirmación sólo puede sostenerse estableciendo en que términos se produce esa correspondencia.
El fin último del Surrealismo era llegar a la expresión de lo que se conoce como “super-realidad”(“sur-realité”), concepto mediante el que se quería englobar todas las percepciones que del mundo o de la “realidad” recoge la mente humana, tanto en su apartado consciente como en el inconsciente. Los surrealistas buscaban sublimar su propio interior, lo sentido y lo pensado, lo vivido y lo imaginado, estableciendo así una nueva vía de conocimiento (o “super-conocimiento”). Jorge Heras ha tenido que bucear previamente en el plasma de esa “super-realidad” para llegar a la revelación personal que supone Diario de un adolescente de pelo raro. Su poemario podría bien considerarse como una especie de autoanálisis terapéutico, resultante de una fusión entre lo experimentado materialmente y lo sugerido mentalmente por dicha experiencia. Pero su lenguaje no surge de una “pose” estética vanguardista, una escritura automática o una búsqueda fría del “arte por el arte”. Su elección estilística es la que el poeta considera como la más adecuada para realizar su particular ejercicio de desnudez y sinceridad, aquí una auténtica “apertura en canal”.
Jorge Heras recupera la función de la palabra como instrumento alquímico de primer orden para destilar, parafraseando a Paul Éluard, esos mundos que están en éste. El “adolescente de pelo raro” posee una chamánica “cabeza borradora” que suprime el filtro racional y libera las endorfinas de las palabras con un método marcadamente sinestésico, un informe cargado de sensorialidad que transcribe en su diario las imágenes que la experiencia vivida despierta, independientemente de su sentido “lógico” (Ni los peces con sus bigotes rozando el techo de mis pies/Eyacularon viejos fabricando bicicletas”). El poeta vive en su palabra, que describe así su propio paisaje subjetivo, y lo hace con toda contundencia, sin rebuscados juegos lingüísticos ni retóricas paralizantes, con la expresión llana y cortante de una sierra, surgiendo espontáneamente de la amputación del sentido un genuino lirismo (“Desde la ventana mira cómo los caballos con ruedas mastican el cuerpo sin vida de Napoleón”). Las imágenes se suceden en una concatenación sinfónica de enumeraciones, juegos de palabras y metáforas a veces de difícil comprensión (“La hierba se explaya en el hocico de la vaca/Pintando su tez transparente de maniquíes pelando fruta”), pero que consiguen imponer un prodigioso sentido rítmico en el momento en que nacen unas de otras y se suceden en progresión aritméticoperceptiva, un tempo original marcado por las transformaciones y movimientos de personas y objetos en vertiginoso ascenso/descenso hacia lo belleza terrible de lo insólito (“La tarde me amputaba las manos/Esas manos mías que balbuciendo ayer susurraban penachos de gallina en tu vientre”).  
Diario de un adolescente de pelo raro articula todo este arsenal expresivo con el resultado último de una particularísima atmósfera de sustantivos y adjetivos poderosamente vivos, tan reales que parecen peligrosos. El poemario de Jorge Heras exuda carnalidad de principio a fin, propone cadenas de versos extraños e impactantes que palpitan y se convulsionan como cuerpos susceptibles de una autopsia en vida, tanto por su más que patente sexualidad cuasipornográfica (“Una gran vagina escupe su flujo por el suelo”), como por su inteligente utilización lírica de lo escatológico (“Yo que siempre sudo agua sucia del retrete”), o incluso el recurso al sadismo más empíricamente sangriento (“Y las ponzoñosas entrañas de su marido chorreando por las paredes”). Versos como intestinos que se despliegan en una anatomía icónica que desestabiliza y desasosiega, atacando por igual no sólo nuestra percepción inmaterial, sino también la más directamente visceral. En este auténtico quirófano lírico, la “super-realidad” descrita u operada surge del desgarro que el poeta efectúa con el bisturí en la tela de su piel material, poemas como restos de epidermis aparentemente muerta en la mesa de disección del papel, tramautismo de la experiencia que genera su correspondiente hemorragia perceptiva, desde el autor hacia el lector.
La sangre de este universo se rige por una particular mecánica de fluidos. Es un mundo quintaesencialmente terrenal, pero es un nuevo planeta Tierra gobernado por el caos como fuerza inevitable, descrito por imágenes imposibles que se suceden con indiferencia y frialdad casi taquigráficas (“Las farolas caen del cielo/Y se alimentan de pinos”), con unas leyes de la física completamente trastocadas, en las que lo absurdo es parte de la normalidad, sin atisbo de intento de explicación o huida del mismo (“A esperar a que las nubes se derramen y manchen de blanco las paredes de los edificios”). La ley rectora principal de todo esta naturaleza deformada sería la relación entre la materia muerta y la materia viva, en una suerte de epígono de aquella “Nueva Carne” que apostolara David Cronenberg en sus primeras películas, donde existe un permanente y dinámico proceso de fusión entre los objetos, las personas y los conceptos (“A partir de ahora soy una cabina telefónica/Mi cerebro es el auricular y mi sistema nervioso el cable telefónico”). Tales simbiosis se suceden en un sentido y en el otro, a la manera de un proceso químico, hacia la cosificación (“Eso sólo lo sabes tú que eres una farola con la facultad de transformarse en mujer”) o hacia la personalización (“En las manos de mi niña todas las calles de París”), cambios físicos que se corresponden directamente con los vaivenes del sentimiento y la experiencia, en algunos casos con una absoluta identificación (“La queja ha dejado un rastro de saliva por inmuebles bulevares medios de transporte…”), en un cambio total hacia “otra cosa”.
Los mutantes resultantes son una suerte de nuevos cyborgs fabricados con palabras. El “adolescente de pelo raro” y el infinito bestiario de seres y conceptos que le rodean generan un plancton biomecánico cambiante, la “Super-realidad” sublimada, que aquí revela una materialización de la desesperación (“Me conforma el cristal roto de espejo”). Materialización porque dicho sentimiento de abandono es expresado directamente mediante las evoluciones de la materia y el cuerpo que lo compone, mejor dicho mediante su desmembración y su descomposición más patentemente físicas (“En mi planeta las cabezas viven sin el cuerpo”), generando un angustioso inventario de amputaciones y desmembraciones corporales antinaturales (“Por no defraudar al caníbal me corté la mano izquierda/Y se la ofrecí de primer plato”) que es en realidad la crónica formalmente fría de un abatimiento y una reducción emocionales. La entropía grotesca del cuerpo tiene su verdadera causa en el rechazo amoroso, que es el gran tema subyacente en las tripas del poemario, una tragedia tan inevitable como asumida con impotencia, y por ello se realiza un informe crudo sobre sus efectos demoledores, que son la reducción y el desarme, aunque los miembros amputados son reutilizados inmediatamente en el implacable devenir del proceso cotidiano (“Siempre leo revistas de aviones porque me amputaron los dedos de las manos y los usaron para fabricar aviones/“Máquinas más humanas” dijeron”), en el que nada se detiene.
Y en el centro de esta orgía carnal se sitúa la Mujer, como la gran dinamo de la Materia, el ser que desmonta y al que se le ofrendan las consecuencias de dicha deconstrucción sacrificial  (“La mano que me quité está en lo más profundo de tu ano/La metí ahí mientras dormías”), una vampira de emociones y esperanzas que se emparenta con la tradición de la omnipotente e implacable femme fatale, que va desde Lilith a la arquetípica decapitadora Salomé/Judith (“Mi cabeza sin cuerpo/La muestras a los invitados/Me muestras a los invitados/Soy la atracción de la fiesta”). La Mujer es aquí la Materia misma, el objeto supremo que nace del fetichismo (“Tu falda tejana llovió anoche de mi techo”) hacia la total identificación con la cosa (“Y la queja muere en tus oídos de mármol”), un centro de la “realidad” totalmente alienado del proceso de mutación pese a haberlo provocado, pero necesario y cierto como la Naturaleza.
La carne del poeta queda atrapada inevitablemente en la “super-realidad” descrita como se deduce del extenso poema-coda que cierra Diario de un adolescente de pelo raro. Al final todo está encerrado en la materia, hasta el tiempo, y no parece que la consciencia de ello fuera suficiente para liberar la “Otra Mitad”. Pero de vez en cuando es inevitable que ésta se licúe a través de las palabras.


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(Epílogo del poemario Diario de un adolescente de pelo raro, de Jorge Heras (Baptiste Bleu))




 Foto:
-De la serie Transfiguración, de Olivier de Sagazan