martes, 20 de octubre de 2015

Detrás de la glándula pineal



















Manzanas andando,
fundiéndose al contacto con la calzada,
agujereadas al salir,
podridas al llegar.
Gigantes, pasan entre nosotros,
y si pueden mirarnos no lo notamos.
Antes preferimos pasar por el estrecho hueco
que nos deja su masa ácida y carbuncla.
Algunos son aplastados por ellas,
sus órganos reventados sin asomo de importarles,
mientras las manzanas siguen rodando ciegas,
arrastrando y arrasando sin saber nada de esto.
Cosas como estas…

Horas y horas delante del monitor,
como todos los hijos de la ciudad,
y me siento mareado,
con la mente perdida y la voluntad cortada,
haciendo de funambulista en mi intestino delgado,
sobre una nube de gas formada por la muerte de las encrucijadas,
la exterminación de los caminos.
Sólo el aquí y ahora más perversos,
pensando en las posibilidades orgíásticas de volverme un psicópata,
enmascarado y brutal,
entre manadas de jabalíes ensangrentados
con hocicos jadeantes y maloliendo a vida.
Como muerto daría la muerte sin suspiros ni remordimientos,
con sinsentido del deber.
Pero sólo me siguen entristeciendo las sonrisas
que no dejan de dedicarme en sus santuarios de mesas y butacas,
creyéndome discípulo de su religión,
sonriéndome aunque ni me conozcan ni me aprecien,
como una señal de mi condición,
en un intento de convicción, de afirmación,
pero sólo puedo sentir mareo ante su cirugía feliz,
dolido de que se rían,
en una suerte de polaridad emocional
pero totalmente ajena al erótico salvajismo
de la matanza extática de los jabalíes,
solitaria, abnegada, doliente,
en la granja oculta de la experiencia,
a cada acción,
a cada momento.
La poesía y la sangre se irritan
cuando nadie las siente.





Foto:

-Una copa más que viva la vida, ilustración de Thomas Ott de su álbum Recuerdo de México