Manzanas andando,
fundiéndose al contacto con la
calzada,
agujereadas al salir,
podridas al llegar.
Gigantes, pasan entre nosotros,
y si pueden mirarnos no lo notamos.
Antes preferimos pasar por el
estrecho hueco
que nos deja su masa ácida y
carbuncla.
Algunos son aplastados por ellas,
sus órganos reventados sin asomo de
importarles,
mientras las manzanas siguen
rodando ciegas,
arrastrando y arrasando sin saber
nada de esto.
Cosas como estas…
Horas y horas delante del monitor,
como todos los hijos de la ciudad,
y me siento mareado,
con la mente perdida y la voluntad
cortada,
haciendo de funambulista en mi
intestino delgado,
sobre una nube de gas formada por
la muerte de las encrucijadas,
la exterminación de los caminos.
Sólo el aquí y ahora más perversos,
pensando en las posibilidades
orgíásticas de volverme un psicópata,
enmascarado y brutal,
entre manadas de jabalíes
ensangrentados
con hocicos jadeantes y maloliendo
a vida.
Como muerto daría la muerte sin
suspiros ni remordimientos,
con sinsentido del deber.
Pero sólo me siguen entristeciendo
las sonrisas
que no dejan de dedicarme en sus
santuarios de mesas y butacas,
creyéndome discípulo de su
religión,
sonriéndome aunque ni me conozcan
ni me aprecien,
como una señal de mi condición,
en un intento de convicción, de
afirmación,
pero sólo puedo sentir mareo ante
su cirugía feliz,
dolido de que se rían,
en una suerte de polaridad
emocional
pero totalmente ajena al erótico
salvajismo
de la matanza extática de los
jabalíes,
solitaria, abnegada, doliente,
en la granja oculta de la
experiencia,
a cada acción,
a cada momento.
La poesía y la sangre se irritan
cuando nadie las siente.
Foto:
-Una copa más que viva la vida, ilustración de Thomas Ott de su álbum Recuerdo de México